Un cuento de Mito Reyes
Con mucho gusto compartimos el siguiente cuento que el maestro Mito Reyes, de Totontepec, mixe, generosamente nos ha enviado respondiendo a la convocatoria que lanzamos respecto a las bandas filarmónicas y el ser músico mixe. Un agradecimiento al maestro.
***

Armonio camina trece pasos exactos. Ligero titubeo en el doceavo, calosfrío casi imperceptible en donde estaba el espinazo. ¿Por qué trece? No le pesa, no es amargo ni extraño. No tiene miedo. Los observa como se saborea a la saliva: está ahí, en la boca, no requiere sabor ni evaluación, salvo cuando uno se concentra en ella. Ni siquiera se trata de un imperativo: ¿quién lo manda?, ¿quién va a cuestionarlo? Armonio ciertamente no, para él se trata de una inercia, como respirar. Siempre han sido trece, deben ser trece y acaba de darlos. Y entonces: la quietud. El mar del silencio de los rumores míticos. El gran océano de la nada, lo sempiterno… Sin embargo, lo eterno en las historias dura poco: un par de escenas en el cine, puntos suspensivos en la literatura, una pausa parsimoniosa en las leyendas. Porque no puede durar más, sería el suicidio del relato. En su sentido más literal, lo eterno es inenarrable y mata la narración. Transcurre hasta la horripilancia: sólo sucede y sigue sucediendo. ¿Qué hay para contar durante el descanso eterno? ¡Habrase oído cosa más apetecible y menos humana!
Transcurre un segundo, un año o una edad, da igual, porque pasó. Armonio, confundido, se percata de su propio andar a trompicones. Piensa. Mira. Recuerda. ¿Respira? Este camino, distinto del otro, le es familiar. Los sembradíos de milpa en el centro del pueblo han disminuido, hay cabinas telefónicas, antenas parabólicas, camionetas japonesas y muchas, demasiadas casas de concreto. Le sorprenden sobremanera los senderos ahora ensanchados y empedrados, pero son los mismos y reconoce los trayectos con facilidad. La neblina lo atraviesa, aunque no siente la frialdad acariciándole el rostro. Avanza hacia la antigua casa de su familia y, de súbito, lo golpea una mezcla de vergüenza, cariño y una tierna condescendencia al divisar a Filarmónico. Lo nota viejo. Se solidariza con él, tirado en una esquina, y se sienta a su lado. Ambos deben la sonoridad y rimbombancia de sus nombres a la fama y al ego de su padre, el gran compositor Mónico González, de quien todos hemos escuchado o, mejor dicho, a quien todos hemos escuchado en alguna melodía.
Cuentan los lugareños que don Mónico no solía acudir a la iglesia, salvo en las ocasiones en que su presencia era indispensable —como en las Vísperas y Maitines— o en las tardes calurosas de abril cuando lo abrumaba el peso de la muerte de Brígida, su esposa. En aquellos días, invariablemente soleados, Mónico hacía algo muy raro en él, aunque común en su gremio: tomar. Empero, no eran borracheras vulgares las del director de la banda filarmónica municipal, maestro de varias generaciones de músicos, formador de una decena de bandas en toda la región y autor de más de dos centenares de piezas musicales, entre sones, oberturas, cumbias, chilenas, aires regionales, valses, pasodobles, marchas, marchas fúnebres, foxtrot, pasacalles, etcétera. Los testigos de tales deslices alcoholizados, ocurridos sólo en contadas ocasiones, recuerdan como un gran privilegio el haberlos presenciado porque, dicen, todos esperaban el momento en que Mónico, satisfecho de aguardiente, se dirigiera a la iglesia y desempolvara el armonio parroquial, con la venia tácita, don Giovanni, el párroco. Entonaba entonces, una y otra vez, con profundo dolor y gran dramatismo, la Muerte de Amor de Isolda, y las lágrimas recorrían los rostros del intérprete y los congregados. La primera vez que lo hizo, cuentan, tocó con tanto sentimiento que el sacerdote, acudiendo con la idea de detenerlo, reviró:
—Lo mío han sido años de trabajo y desilusión. He estudiado el cielo y el infierno, y nunca he llegado a comprenderlos. Y llega este cabrón, ebrio, se sacude los huaraches, se arremanga la camisa percudida y ¡me lo explica con las manos y los pies!
Pocos años después, el cura sugirió el nombre y bautizó al segundo hijo de Mónico como Armonio con la esperanza de dar buen augurio al infante, aunque sólo logró aumentar el peso del legado sobre los pequeños hombros morenos.
Don Mónico —recuerda ahora con resentimiento el hijo menor, mientras mira a su hermano pasar la cruda, durmiendo desgarbado a un costado del camino— se mostró permisivo con Filarmónico, al grado de solaparle la holgazanería y el alcoholismo. “Ay, mi borrachito”, solía lamentarse. “Ya no toca, ya no escribe. Mi pobre borrachito. Es mi culpa, es mi culpa…”. Sin embargo, Armonio no recordaba ningún regaño frontal y enfático hacia el hermano descarriado, porque su padre, pensaba, se guardaba todas las reprensiones para él, incluso las que le correspondían al mayor. Aunque se cuidó de decirlo en voz alta, Armonio creyó, desde que hubo de irse, que el cariño, respetuoso y protector, de Mónico hacia Carmen —su segunda mujer y mamá de Möön, como le decían de cariño al hijo de ambos—, era tan sólo una menguada imitación del que debía haber sentido por Brígida, —su primera y única esposa y madre de Filarmónico—; y que aquella abismal diferencia entre el cariño y el amor también se reflejaba hacia los hermanos.
Sin embargo, había mucho más que Armonio no alcanzaba a entender, pues condescendiente y desentendido como podía verse el padre con Filarmónico, su actitud era resultado de terribles sucesos que Armonio nunca conoció, ni siquiera ahora. Más que solaparlo, don Mónico había acabado por ignorar al mayor, y en el trato diferenciado hacia los vástagos jugaba la decepción, sí, pero sobre todo la culpa, cargo de conciencia inaguantable cuando asomaba la testa deforme y tremebunda debajo de las cobijas de olvido (más negación que amnesia auténtica) con que el director la había cubierto con riñonudos arrestos de voluntad ―y con la correspondiente asistencia postraumática del subconsciente―. Don Mónico hacía mutis ante el comportamiento de Fila y actuaba con Möön de modo opuesto, acaso en un intento desesperado de ópera posthuma, frente al gradual deslave de la prima. Fue severo con el menor y lo obligó desde temprana edad a dedicarse con extrema disciplina a la formación escolar. Cuidadito y faltaba a la primaria o le llevaba un reporte, pues en esas ocasiones los jalones de oreja cotidianos se transformaban en mecapalazos. Y, cumpliditos los diez años, con las lágrimas y los mocos todavía frescos en las mejillas y los labios, lo subió a una mula y lo envió al México lejano, a un internado para niños indígenas, a estudiar. Y Armonio hizo justo eso: estudió concienzudamente. Le costó trabajo pero se adaptó. Lloró muchas veces, en silencio bajo las mantas, o en los baños cuando nadie lo observaba. Se defendió a golpes cuando debió hacerlo y leyó los libros que le encargaban, siempre con el deseo ferviente de enorgullecer al Maestro ―como llamaba, con admiración, ironía y resentimiento entremezclados, a su papá―, a quien reportaba avances periódicamente, con caligrafía y ortografía impecables, guardándose siempre de quejarse o de hablar de sensiblerías.
“En el pueblo necesito trabajadores para el carrizal. También se requiere un borracho que le haga segunda a tu hermano. Regrésate si no eres capaz”, lo provocaba en las cartas el padre, pero él nunca se rajó. De los avatares y las penurias acaecidas en los internados en donde creció, y de las ciudades en donde vivió y trabajó habré de hablar en otro momento. Por ahora es suficiente decir que lo logró y de tal manera que se recibió ―becado por los jesuitas― de ingeniero biomédico, aunque el Maestro no alcanzó a verlo. Logró muchas cosas y fracasó en otras tantas, pero nunca estuvo cerca de su verdadero sueño, ni siquiera de perseguirlo: el de ser un gran maestro como su padre, superarlo incluso.
Armonio, cumpliendo el deseo de su padre, se arrancó de tajo la lengua, el pasado y la querencia. Volvió a su pueblo de visita en un puñado ocasiones, no más y en cada una de ellas le rogó a su madre que se fuera con él, a tener una mejor vida, en la ciudad. Ella siempre se negó:
—No, mijito, yo no puedo irme, aquí he vivido siempre y acá me van a enterrar. Si tú te fuiste fue porque tu papá quiso, descanse en paz. Yo no quería. Mejor tú quédate, papacito. Tráete a tus hijos. Las tierras están desperdiciándose, las que Fila todavía no vende por un cuarto de aguardiente. Además, ¿quién va a ver por tu hermano? Bien o mal, acá estoy para ir por él cuando se cae o cuando le pegan. Para regañarlo, para calmarlo, porque nomás a mí me escucha cuando se aloca. ¿Quién le va a llevar taco y cobija cuando lo metan a la cárcel? ¿Quién le va a pedir al síndico que le tenga compasión y lo deje salir?
Porque, si el padre diferenció inflexiblemente entre su progenie, para Carmelita nunca hubo diferencia entre ambos (salvo los años y cientos de kilómetros que la separaron de uno) y los trató a los dos con el mismo cariño. Y por su parte, Filarmónico —Möön lo reconoce— le profesaba un amor reverencial a la madre que le quedaba. Bastaba una mirada de ella para que los ardores más coléricos se le bajaran; y un beso en la sien para que las tristezas más inconmensurables le dieran tregua.
Armonio sale del ensimismamiento cuando Filarmónico, sintiendo la inminencia del amanecer, se estira y despereza al fin. La campanada de las cinco de la mañana en el reloj monumental lo termina de despertar y se prepara para cumplir con su deber, todavía medio mareado. Se levanta sin acusar recibo de la presencia de su hermanito y camina hacia la casa familiar, donde espera Carmelita, con Armonio siguiéndolo de cerca.
— ¡Ahí viene Fila con toda su calma! —reprende con cariño la anciana a Filarmónico, al percatarse de su llegada—. Llévate esto al molino. ¡Apúrale que ya es bien tarde! Cuando regreses vas a tener que ir a cortar más hojas para los tamales. Las que trajiste están bien bonitas, pero son muy pocas.
— Sí, ma —responde obsequioso Filarmónico, mientras fragua el plan para robarle hojas de platanillo al tío Beto: qué va a andar llendo hasta Xiyup, si las del vecino son casi tan bonitas y grandes como aquellas.
—También tienes que ir por la carne con la comadre Marga, ya está apartada. Los pollos ya están listos, nomás falta la res.
—Sí, ma —repite Filarmónico.
—Bájame un poco de leña para el fogón, antes de que te vayas al molino. Ya puse café para cuando regreses. Y no te vayas a ir a tomar, ¿eh?
—No, ma.
“Es 31 de octubre”, se dice Armonio cuando comprende, sin aspavientos, con la misma inercia con la que caminó hacia la quietud, que no debe hacer notar su presencia… todavía. Advierte con sumo enternecimiento cómo Filarmónico suspende su borrachera vitalicia (o al menos disminuye el consumo de alcohol) para acompañar el afanoso trabajo de la elaboración de los pöötsa. Observa, a una distancia prudente, las idas y venidas de su hermano, y el trabajo increíble que su mamá, a esta edad, continúa realizando. Mira con deleite el cocimiento de las carnes y la formación de los recaudos, el crepitar hipnótico de la lumbre, las burbujas fugaces, los líquidos alcanzando la entalpía, las chapas encendidas de Carmen y escucha, divertido, los resoplidos de Filarmónico, a quien ya va pasándosele la resaca. Transcurre el día e inicia la molienda, trabajo de piedra basáltica y ahínco humano. Las adoloridas articulaciones de Carmen se quejan y entran al quite las de Fila, llenas de ácido úrico. Y viene el punto culminante en la preparación del amarillo: el rítmico batimiento de la pasta espesándose con lentitud en la olla, con un palo de madera hecho exprofeso para la labor, hasta lograr que hierva sin quemarse.
—Ten un poco de mezcalito, mijito. Ya te lo ganaste —Dice la madre, entre cómplice, bromista y orgullosa—. ¿Verdad que no es fácil? Vamos a descansar un rato.
Extenuados y satisfechos, madre e hijo se permiten unas horas de modorra. Sueño de punzadas articulares el de una y de ríos y cascadas el del otro. Armonio, incapaz de dormir, se concentra en las marchas fúnebres entonadas por la banda ―reconoce varias de su papá―, mientras ésta recorre las calles del pueblo, acompañando a las familias afanadas, cada una, en preparar el festín para las visitas del día siguiente. Pronto, pasadas las cuatro de la mañana, ya del primero de noviembre, Carmen despierta a Filarmónico: debe ir otra vez al molino y posteriormente armar el altar. Mientras ella, habilidosa y experimentada: desmenuza las carnes, tortea la masa sobre las hojas, las rellena con carne y amarillito y las dobla con pericia; urde una vaporera con los tallos de platanillo y, ¡por fin!, mete los tamales a la olla. “Vamos a misa mientras se cuecen, ya dieron la tercera”, ordena y, al regresar, después de desayunar, destina calculadamente la cantidad de tamales que Filarmónico debe llevarle a familiares, amigos y vecinos. Cuando éste ha hecho la última entrega (y en cada una recibió otros pöötsa en gozona), Carmen anuncia complacida:
—Bueno, ya está todo listo. No tardan en llegar. Ve a bañarte, papacito.
—Voy —obedece astutamente Filarmónico, pues el viaje hacia la regadera es la oportunidad ideal para darle un buen bajón a la botella de mezcal colocada por Carmen en el altar, reserva especial para estas fechas—. Nomás un traguito —se dice mientras se le forma una pícara sonrisa.
Es justo al medio día, con el sonido del Dios Nunca Muere y el repique especial de las campanas, cuando Armonio nota que se le despiertan el gusto y el olfato; y en esa hora sagrada se percata de la presencia de los otros caminantes, llegados desde no sabe hace cuánto y de quién sabe dónde, pues nadie puede decir, ni siquiera ellos, si la inmanencia sobrevive en el océano del silencio. Se observan mutuamente, sin hablar. Armonio busca entre los recién descubiertos y reconoce pronto a Brígida, por el característico cabello azabache brillantísimo del que tanto escuchó, aunque no llegó a conocerla. Inmediatamente después encuentra al Maestro. “¿Sabe que estoy acá?”, se pregunta mientras espera su turno para acercarse al altar, después de los otros caminantes invitados. Al llegar, toma lo que le corresponde. Come naranjas, nísperos, manzanas, cañas, pan y dulces. Se detiene solemne a observar los pöötsa humeantes: verdaderas pausas de la inexistencia. Olisquea los suyos y los recorre con las manos, los desdobla uno a uno y, después de mucho rato, se permite probarlos, embelesado. Luego, prueba el mezcal que se salvó del hábil asalto de Filarmónico. En ese momento, Armonio siente la mirada insondable de su padre y se la sostiene como nunca antes. No se hablan: ¿qué podrían decirse aquellos que han nadado en las aguas del mar del vacío? ¿Qué adjetivo, que verbo puede dar cuenta de la experiencia? ¿Quién se es después del zambullido inefable? Quizá, en otra caminata, tendrán algo para contarse. Quizá puedan dialogar sobre todas las sensiblerías que son el tejido fundamental del devenir humano, ahora absurdo e insignificante. No hay prisa: tienen dos eternidades, una cada uno, para reencontrarse.
La noche ya está muy entrada cuando todos los invitados han recibido su ofrenda. Mónico es el primero en retirarse y Armonio sabe que ha llegado el momento. Mientras se dirige al umbral de la puerta echa un último vistazo hacia Filarmónico ―quien ya comienza a roncar― y escucha los murmullos de Carmelita, arrobada por el vapor saliendo de la olla de los tamales, entremezclándose con la neblina:
—La muerte es cuestión de alegría y tragazón. Los muertos también viven: vienen un ratito, se atascan de pöötsa y se marchan, demasiado pronto. «Pero nos vemos dentro de un año», dicen danzando en retirada, «o antes, si tienes suerte y nos alcanzas». Es entonces cuando su aliento se vuelve niebla y nos envuelve, nos envuelve.