Un escrito de Laurentino Sandoval Prisciliano (Asunción Cacalotepec, Mixe)

Banda Filarmónica de Asunción Cacalotepec, mixe.
Hace ya varios días que recibí, de un amigo, la invitación para escribir algo relacionado con músicos o bandas filarmónicas que existen en las comunidades ayuuk, de la región Sierra Norte del estado de Oaxaca. Me quedé pensando qué podía escribir, o más bien, cómo describir algo que desconozco. Pero acepté que escribiría algo.
Un día viernes, día de plaza en Asunción Cacalotepec, viajé para comprar algunas cosas para la semana. Entrando al poblado, dirigí mi mirada al sitio donde, en mi niñez, pasábamos algunas temporadas y me acordé de un amigo músico que vive ahí y quise ir a visitarlo. Al llegar a su casa, nos saludamos e intercambiamos algunos comentarios sobre nuestro estado de salud y fue que me acordé del texto pendiente por lo que, sin dudarlo, le dije:
—Oye Leo, un amigo me pide decir algo sobre la música o los músicos ¿podrías contarme algo que se relacione con ello?
Me contestó: —Pues de historia no sé nada, pero si quieres, puedo contarte algo de nosotros, por ejemplo, hoy, mañana y pasado mañana tenemos ensayo porque el lunes primero de mayo vamos a Alotepec para cerrar un compromiso del pueblo porque ellos vinieron en el ‘primer viernes’.
Viendo su buena disposición, le pedí: —entonces hazme el favor de contar algo de ti mismo, es cierto que somos amigos, pero seguro hay aspectos de tu vida que pudieras compartir conmigo.
Me respondió con una carcajada: —Jajaja. Está bien. Te contaré, aprovechando la mañana, aunque la verdad, no hay nada importante que no sea mi propia vida; pero te diré que soy el músico más viejo de la banda filarmónica del pueblo. Tengo cuarenta y siete años de estar tocando. Y esta es mi historia:
“Cuando yo tenía 12 años de edad, mi mamá le insistió a mi papá a que me inscribiera en la escuela de solfeo que habían abierto. Y sí, un día, mi papá me llevó y ahí me pidieron un cuaderno para que yo le agregara más rayas. Al principio no me gustó la idea, pero me acordé que varios de mis compañeros de escuela ya estaban ahí, por lo que me animé y gustoso me integré a ellos. Entre todos aprendimos las primeras notas musicales /do, re, mi, fa…/.
Pasaron como ocho o nueves meses cuando nos dieron los instrumentos; me tocó una trompeta que, con manos temblorosas, agarré con sumo cuidado, sintiendo que la podría soltar y rompérseme en pedazos como un cristal. Todavía recuerdo el reflejo de la luz solar que se filtraba a través de la ventana, me centelleaba a los ojos. Ya pensaba y me imaginada cuáles serían las reacciones de mis padres al ver mi instrumento, bueno, más de mi papá que era más efusivo. Mi pronta desilusión fue cuando el maestro Silviano Pérez Florián nos dijo que nos lo habían dado para que nos identificáramos con ellos y establecer un pacto con lo que teníamos en la mano hasta lograr la embocadura. Y yo, en ese momento, sentí que esa trompeta sería mi vida; sería “Mi Trompeta”. Esa noche no concilié el sueño, pensando en que la trompeta estaría sola en la Escoleta y que también me estaría extrañando. Al amanecer, con gran alegría me levanté y me fui a bañar con agua fría para ir al ensayo y encontrarme con ‘Mi Trompeta’. Cuando la agarré, la volví a acariciar y dentro de mí, me repetí que sería mía para siempre.
Pasaron aproximadamente otros dos meses cuando dijeron que ahora sí, cada quien, ya podía llevar su instrumento al domicilio. Mi mamá, con su gesto siempre adusto y severo sonrió; rato después llegó mi papá, quien me dedicó una franca sonrisa y por única vez me acarició la cabeza. Ambos acordaron comprar un pollito y celebrar un ritual en AaTsa’nykyätskapajkm (Ceremonial Cabeza de Serpiente), lugar ideal para implorar a nuestro ‘it-naaxwiin’ (vida-tierra) para llegar a ser un buen músico.
Pasado unos meses, las autoridades del pueblo nos mandaron a cumplir nuestro primer compromiso a Santa María Tepantlali, mixe, en donde nos juntamos con los verdaderos monstruos musicales de ese tiempo: las bandas filarmónicas municipales de Santiago Zacatepec, San Melchor Betaza y la de Tepantlali. En las paradas de la calenda sufríamos porque no sabíamos más que “El fandango mixe”, “Calle alegre”, “Alegres son los cuervos” y otros dos boleros. Mis compañeros padecieron de todo, a uno le dio diarrea, otro tuvo fiebre, otro con dolor de estómago, y Teódulo, el menor de nosotros lloraba en las noches extrañando a sus padres. Pero se superó aquella prueba porque el que nos atendió, Don Albino, también músico, comprendió que no tuviéramos más piezas por ser tan pequeños y nuevos, pero que se sentía orgulloso de haber atendido niños que serían el futuro musical de nuestro pueblo.
A los veinte años, emigré a la ciudad de Atizapán de Zaragoza en donde, por azares del destino, siempre pasábamos frente a una gran tienda de instrumentos cuando mi cuñado me encaminaba al trabajo y en las tardes me esperaba. Yo veía las trompetas y sentía ganas llorar, hasta que en una ocasión lo descubrió y me preguntó: ‘¿alguien te hizo algo? ¿Te regañaron en el trabajo?’; le contesté que sentía una basura en los ojos. Después de unos años, logré ahorrar y comprar una trompeta; claro, nada sería igual como la que había abandonado en el pueblo.
Esperaba las horas libres en mis días de descanso e ir a un claro, en donde ensayaba o tocaba alguna pieza; algunos oídos curiosos se acercaban a escucharme y así conocí a otros paisanos mixes. No recuerdo cuántas veces me invitaron a tocar, pero yo extrañaba el entorno de mi pueblo. Con la juventud encima, encontré la que sería mi primera pareja (hidalguense) y tratamos de llevarnos bien, pero no le gustaba que fuera a ese sitio a tocar solo como ‘un loco’. Yo le explicaba ese deseo mío de hacer esa práctica. Tiempo después, me dijo que había decidido volver a su estado, llevándose todas las cosas que habíamos ido adquiriendo, menos mi trompeta. El día en que se fue, quería llorar, pero las lágrimas se habían ido con ella. Mejor agarré mi trompeta y por inercia caminé, caminé por mucho rato y reaccioné estando en un puente peatonal. Jalé mi instrumento hacia adelante y la apreté con firmeza y la pegué a mi rostro. La saqué de su estuche y la hice sonar con “Alegres son los cuervos”. Curiosamente, en esa tarde-noche gané varias monedas. Un señor de edad avanzada se me acercó y me preguntó que si era yo ayuuk jä’äy o zapoteco, con rostro alegre me dijo que él también era de la Sierra Juárez (Oaxaca). No recuerdo cuántas horas platicamos; le conté mis sentimientos y pidió que tomara la situación como una escuela para superar las pruebas difíciles y cuando nos separamos, me quedé con una sonrisa.
Fue cuando decidí cambiarme de lugar y conseguir otro trabajo. Y por esas circunstancias desconocidas, me encontré con una paisana con quien logré formar una familia. La diferencia a mi favor fue que ella sí comprendía esos ensayos con mis compañeros imaginarios, fuese en el cuarto rentado o un parque cercano. Participé en algunas tocadas, pero no podía ir a más por mis obligaciones en el trabajo, porque ya estaba claro que mi trompeta, requería de tiempo, cariño y dedicación. Fue en 1987 cuando mi pareja me planteó que tal vez convendría volver al pueblo y trabajar la tierra, y dentro de mí me dije que eso sería ideal, porque así volvería a integrarme con mis compañeros músicos y tocar con ellos en las diferentes comunidades.
Cuando llegamos al pueblo de origen, preferimos establecernos en una ranchería porque la cabecera municipal enfrentaba un conflicto social y agrario con tres de sus poblaciones hermanas, así que mis sueños de integrarme a la banda se esfumaron. Y desde el sitio donde éramos avecindados (a 6 km. aprox.), escuchaba a mis excompañeros tocar y yo sentía ganas de llorar, pero todo se me quedaba en la garganta. Cuando emocionalmente me sentía mal, solía abrazar a mi hija o a mi hijo, intentando dejar salir las lágrimas que cayeran en el pechito de la niña o sobre la cabeza del bebé y sentirme fuerte, pero las lágrimas seguían negándose a salir. El problema entre los pueblos fue agudizándose y yo, sin ser político, fui comisionado para integrarme a la comisión de negociación y entendimiento que terminó en la firma de un Convenio de conciliación en 1995.
Otro momento doloroso que marcó mi vida fue cuando, otra vez, tuve que abandonar la comunidad y la familia por la misma situación conflictiva. Realmente no tenía a dónde ir, así que pensé en uno de mis hermanos que vivía en la cabecera municipal y acudí a él. Me aceptó por un periodo de meses, por lo que, pasado ese tiempo, acudí a un amigo que me facilitó un espacio donde vivir. También busqué a unos compañeros músicos y al ‘capillo de la banda’, preguntando y solicitando se me permitiera volver a ellos y todos me dijeron que sí. Más tarde y ya en solitario lloré con provecho y a plenitud, mientras emitía risas por todas esas situaciones de mi vida; era un momento en bien valía la pena llorar por esa extraña mezcla de felicidad y tristeza, cuando mis ojos siempre se habían mantenido secos.
Cuando me reintegré a mis compañeros músicos, parecía estar cambiando mi vida. También fue una gran sorpresa, ver que “Mi Trompeta” estaba en manos de un adolescente; yo la podía reconocer porque tiene un estaño cerca de donde se inserta la boquilla. Le pregunté que si aceptaba darme esa trompeta y darle la mía. Me dijo que sólo había que comunicarle al ‘Capillo’, por lo que el 15 de septiembre de 1998, dicho instrumento volvió a mis manos.
Y como siempre, el tiempo me permitía ver los cambios en mi vida. Compré un pequeño terreno donde logré construir una casita de adobe; también logré ahorrar un poco para comprarme otra trompeta usada y es la que actualmente ocupo, mientras “Mi Trompeta (la primera)” solamente la llevo para casos especiales, porque es la única que ha estado siempre conmigo; conoce la dimensión del dolor al acordarme de mis hijos y de mi pareja. Musicalmente, mi vida estaba cambiando, las tocadas y salidas a otras comunidades y municipios eran más seguidas y por ratos olvidaba mis penas, viendo a mis paisanos bailar y divertirse, olvidando por momentos la soledad que traía dentro de mí.
Posteriormente, tuve la oportunidad de volver a juntarme con otra señora con la tuve dos hijos. Pensé que en esta ocasión ya sería diferente y más estable; también sembraba maíz para autoconsumo y por días iba en calidad de peón en otros terrenos. Ante mis problemas, el tiempo nunca se detuvo, hasta que una tarde ella me dijo que se iba. Me quedé sorprendido y le pedí que no dijera bromas de ese tipo, pero con una frialdad me volvió a repetir que se iba. Yo no sabía qué responder. Le insistí que se quedara, pero me dijo que no había nada qué discutir. Y en una madrugada se fue, dejándome en el desamparo con mis dos hijos, que es un niño y una niña.
Estos han ido creciendo, el niño también está en la banda filarmónica municipal, mientras que mi hija me acompaña en todas las presentaciones, porque no tengo con quien dejarla; la pequeña estará terminando su educación primaria en este año y su hermano está en el bachillerato. Sí, ya sé que soy objeto de comentarios negativos y punzantes por la sociedad y aún entre mis compañeros, pues muchos dicen que continúo en la filarmónica porque en la casa no tengo qué darle de comer a mis hijos. A lo mejor tienen la razón, reconozco que yo no sabría qué hacer lejos de la banda filarmónica y sin darle vida a “Mi Trompeta” a la que considero mi compañera ideal, la testigo de todos los sinsabores que he vivido, pero también mi consuelo, mi vida y la tutora de mis hijos, porque reconozco que a través de ella tenemos comida en los momentos más difíciles de un padre que trata de ser papá y mamá al mismo tiempo; a pesar de su corta edad, ellos ya saben que, en caso de que yo muriera, ’Mi Trompeta’ debe ir conmigo. No quiero separarme nunca de ella.
Bien, amigo Lau, creo que debo seguir lavando la ropa de mis hijos y esperar a que se levanten para darles de almorzar. Lo bueno es que hoy no tienen clases. Hasta la otra semana volverán a la escuela, porque en estos días vamos a la fiesta de Alotepec. No sé si te sirva de algo todo esto que te he contado”.
De mis labios solamente salió un “gracias” y no supe qué más decirle, simplemente nos dimos un fuerte abrazo y me retiré. Mis lágrimas tampoco quisieron salir.