Tukyo’m, noviembre 2016/Hanlly Ruiz
Me gusta que la nube me diga: hasta aquí hay cerro.
Dibuja y desdibuja, con límites mágicos,
la distancia que hay entre la montaña y yo.
Construye, destruye y avanza.
La nube se recoge, camina.
Transforma, incluso, la estancia más cerrada,
y un día nos invade, se impregna en la piel,
devora al bosque y entra en las cocinas.
Y otro día sube al cielo y se reclina en silencio.
Las nubes aforan la noche en la montaña.
Quietud.
La noche deambula peregrina,
me seduce,
se asoma por las rendijas y las ventanas.
Escapo al fin de la luminosidad y el bosque me envuelve.
Me pierdo en la tiniebla, dejando atrás la casa.
Los caminos se traman en cuestas y descensos,
se anuncian las casas con un ladrido.
Aullado, hallado.
Los ojos cerrados le devuelven al cuerpo la paz de la imprecisión,
con una profunda brújula ciega.
Los pies palpan el suelo,
y cimbra el suelo cada paso.
Miro arriba, por primera vez respiro sola en el mundo.
La nube se desvanece y el cielo se cae de estrellas.
En la noche todo se dispersa.
En Tukyo’m, de noche, todo se concentra.