La masacre de “Agua Fría”, Oaxaca (2002), crónica de una huérfana

31 DE MAYO 2002

Por: Violeta Peña Ruiz

Hace 19 años, en la sierra sur del estado de Oaxaca, una tarde del viernes 31 de mayo, 26 campesinos fueron emboscados en el paraje «agua fría» cuando regresaban a su comunidad de origen después de una larga jornada de trabajo. A lo largo de estos años se ha dicho mucho del asunto, pero ¿qué hay de las vivencias de las familias después de aquella tragedia? ¿qué hay y qué se dice de aquellos qué sintieron en carne propia la ausencia del ser querido? Es por ello que me veo en la necesidad de que a continuación, mediante mis letras dé a conocer la historia de mi madre.

—¿Cómo olvidar aquel acontecimiento? ¿Cómo sacar de mi memoria aquel día? ¡Es total y absolutamente imposible! —afirma mi madre, y prosigue —, aquella tarde, viernes 31 de mayo del 2002 esperábamos a nuestros familiares que habían ido, como todas las mañanas a la comunidad de San Pedro el Alto a trabajar en el bosque talando árboles; en este caso esperaba a mi esposo y a mi padre. Estaban tardando mucho, por eso en cuanto vi a lo lejos unas luces de carro salí presurosa de la cocina creyendo que eran ellos, pero no era el camión de volteo con el cual acostumbraban llegar todas las tardes. Observé el reloj y habían dado ya más de las siete, y por cada minuto que transcurría mi corazón se comprimía, comencé a ahogarme entre mis propios pensamientos. El tiempo avanzaba,  y como vi que no llegaba a casa, decidí encerrarme en la posente ( habitación) con mis tres hijos, sin embargo, no conciliaba el sueño. Fue entonces cuando de pronto escuché ruidos en la puerta, y aquellos gritos de, ¡hermana! ¡hermana abre de inmediato!

Fue cuando me levanté de un salto, y descalza, corrí hacia la puerta.

—¡Qué pasa? – pregunté nerviosa.

 —¡Nuestro papá… y… y también tú marido! — dijo con voz ahogada, buscando aire para sus pulmones.

—¡Qué…! ¿Qué con ellos?… ¡Dime! ¡Dime ya! —pregunté gritando con el corazón a punto de estallar.

—¡Los… Los… Los mataron -dijo él con lágrimas en los ojos.

—¡No…! ¡no es cierto…! — alcancé a contestarle y cerrando mis ojos rogué a Dios que no fuese verdad, y entonces un nudo amargo y grandote comenzó a resbalar lentamente y atorarse en mi garganta.

—¡Sólo vine avizarte! — dijo. —Ahora tenemos que bajar a la cancha.

En aquel entonces vivía en una loma.

Sin saber qué hacer, toda aturdida desperté a mis dos niños, los más grandes, y a la pequeña la cargué sobre mi espalda; y sin saber cómo, tomé mis armas y bajamos a la plaza cívica del pueblo. A esa hora había muchísima gente reunida en la cancha esperando, unos con terrible llanto, otros se desgañitaban pues la noticia se había expandido a todas partes. Varias personas querían acudir al lugar de los hechos para ver qué era lo que en realidad había sucedido, sin embargo, la incertidumbre de lo que les podía pasar detuvo a muchos…

De la nada llegué a un punto en que mis ojos ya no daban más lágrimas, pues toda aquella bajada hacia el centro había implorado a Dios con sinceras lagrimas que aquellas palabras de mi hermano nunca fueran ciertas y con todo eso ya no podía hablar, pero cuando por fin llegó el carro con los difuntos, se me acabaron las fuerzas y sentí desvanecerme. ¡Me habían arrebatado a mi esposo y a mi padre! Nomás hablar de él, y verlo así, caer: dos balas en la pierna y uno en el pecho, no hay palabras ni siquiera señas para darlo a entender.

Alcé la mirada al cielo, y entre sollozos y con la respiración entrecortada sentí que se rompió algo dentro de mí pecho, segura estoy que no fue el corazón, pues ya no sentía ni el pulso, tal vez fue la fe, posiblemente, pues fue cuando me envalentoné y puse a Dios contra la pared para preguntarle —¿por qué Dios mío? ¿por qué? —. Una neblina fue apoderándose de mí, y todo se oscureció,  todo, y todos desaparecieron, sólo éramos su cuerpo lastimado e inerme y yo… su cuerpo sin vida y yo, y diciéndole me llevara, yo queriendo ir tras él… pero ¿mis hijos? Fue cuando se me devolvió el aire y en una gran y fuerte bocanada volví a la vida, y entonces lloré otra vez, no sé de donde saqué tanta fuerza para llorar así, desconsolada, sólo acariciando sus cabellos, su cara, mirando sus ojos apagados, y es hasta ahora que no sé cómo es que en la petaca traía conmigo una muda de ropa suya pues comencé a desvestirlo y a limpiarle la sangre y el cansancio para vestirlo de nuevo.

Era la última vez que él estaba entre nosotros, y que jamás mis hijos y yo lo volveríamos a ver después de esa noche.

Fue cuando comenzaron a llegar los periodistas… y se abrieron igualito a como se dispersan los soldados a la hora de atacar, tomando fotografías aquí y allá, sacando imágenes a zancadas, tirados pecho a tierra, enfocando cuidadosamente la lente, disparando sobre nosotros flases, casi las mismas luces que dan los balazos y en milésimas de segundo ciega la vista y siega la vida, mientras nosotros tratando de atrapar casi desesperadamente aquellos últimos minutos en que estábamos aún, aunque inermes con nuestros seres queridos. No sé qué duele más, si perder a un esposo amado o a un padre querido, o a ambos en un mismo instante. Aun no lo sé… pero a esa hora ya estaban los medios de comunicación retratándonos en nuestra maxima vulnerabilidad.

El espacio estaba lleno de gente, sólo se escuchaban llantos por todos lados, lamentos de padres, hermanos, esposas e hijos y a lo lejos, y entre nosotros los fotógrafos y reporteros dando crónicas falsas sin respeto al dolor ajeno…Del gobierno lo único que recibimos fueron ataúdes, algo así como que les urgía que se enterrara de una vez por todas a los nuestros, a nuestra desgracia. Y cuando por fin todo eso sucedió, se marcharon todos, también los medios de comunicación y con ellos se fueron nuestras imágenes más sagradas, esas que somos cuando lloramos sinceramente nuestros muertos, cuando en esos últimos minutos tratamos de retenerlos, besarlos, acariciarles el cabello, las mejillas amorosamente.

Después anduvieron publicando por allá nuestro dolor, lejos de nosotros esas imágenes que todavía nos pertenecen, pero porque bien vendieron allá cuando acá nos quedamos y seguimos con ese nudo en la garganta, igualito como deja ese sabor de boca cuando no recibes justicia… ni apoyo del gobierno. Fue un negocio para ellos, sólo les interesaban aquellas imágenes que mostramos aquella ocasión que nos dolíamos terriblemente, pero nunca aquella postal que después tuvimos que enfrentar cuando los nuestros comenzaron a faltarnos cada vez que nos sentábamos junto a la mesa, junto a la cama, junto al banco en el corredor… Eso no registraron, porque eso no hace negocio, porque sólo el dolor en si vende mucho, pero no el penar que viene después de la muerte de un ser querido…”

Hasta aquí la historia de mi madre.

Ahora me presento: Soy Violeta Peña Ruíz, hija huérfana del señor Maximino Peña y mi madre es la persona que antes aquí ha relatado su historia, en efecto soy la hija pequeña que mi madre cargó en su espalda aquel 31 de mayo del 2002; soy aquella a quien a tan sólo dos años de edad le arrebataron a su padre, a quien le quitaron el derecho de llamar a alguien “papá”; soy aquella a quien a tan sólo dos años de edad la dejaron desamparada, sólo con mi madre que en aquel momento pasaba por una gran pena.

Han pasado, desde entonces diecisiete años ya de la muerte de mi padre, años de carencias económicas, de burlas, de discriminación, pero eso sí, jamás falto de amor; han pasado diecisiete años en las que mi madre me ha sabido sacar adelante.

A mis diecinueve años de edad me cuestiono — y ¡si mi padre viviera? Y ¿si mi padre estuviese aquí? ¡gran dicha seria la mía! pero desafortunadamente no es así y me tengo que resignar que mientras viva jamás utilizaré un “papá ya llegué”, un “papá nos vemos” o un “te quiero papá”, y eso entristece mi alma, pero lo que luego me reconforta es saber que tengo a una excelente madre, a un gran ser humano, a una gran guerrera.

Dicen las personas que lo que le heredé a mi padre fue el tipo de cabello y los lunares del rostro, pero yo sé que no sólo eso llevo conmigo, sino mucho más, de pequeña me contaron que las personas cuando mueren se convierten en estrellas y quiero seguir creyendo que mi padre es una de ellas.

Fotografía tomada de internet.

One Comment on “La masacre de “Agua Fría”, Oaxaca (2002), crónica de una huérfana”

  1. Excelente crónica. Hace imaginar todo lo ocurrido. Y los que hemos perdido a un ser querido, nos transporta a ese contexto. Lamento la pérdida de tu padre.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *